Nada ha despertado en la humanidad más interés que lo que le está prohibido hacer, decir, cantar e incluso bailar. En su subconsciente habita ese temible otro yo (ese Mr. Hyde que lleva dentro), capaz de llevarle a transgredir sus propias reglas.
Basta con que algo nos sea prohibido para que se nos despierte el gusanito de la curiosidad, del deseo de tenerlo o hacerlo, es como un reto a nuestra condición de seres vivos, de animales racionales, pero de instintos animales al fin.
En 1989 un ritmo nuevo se coló en el gusto de la mayoría de quienes habitamos este planeta. Una vez más, un país (Brasil) nos regalaba una nueva rítmica, una nueva forma de danzar, de disfrutar la vida. La humanidad completa se contagió de aquél virus de la danza brasileña.
2 de septiembre de 2013
El baile prohibido
18 de agosto de 2013
Súper juguete
Para la imaginación de un niño de siete años cualquier objeto puede convertirse en algo que no es; una escoba bien puede ser la guitarra eléctrica de una súper estrella del rock, un bate de baseball, una súper pistola de rayos laser y, el plato de la comida del perro, la nave espacial de un extraterrestre, o bien, el birrete de gala de un soldado para un desfile.
A mis siete años un juguete se convirtió en toda una obsesión: quería tener uno, como cualquier niño de mi edad, y no se trataba de algún aparato capaz de autotransformarse en tres o cuatro cosas fabulosas y distintas a la vez, era tan solo un sencillo plato redondo plástico, que había que hacer girar sobre la punta de una varilla del mismo material.
A mis siete años un juguete se convirtió en toda una obsesión: quería tener uno, como cualquier niño de mi edad, y no se trataba de algún aparato capaz de autotransformarse en tres o cuatro cosas fabulosas y distintas a la vez, era tan solo un sencillo plato redondo plástico, que había que hacer girar sobre la punta de una varilla del mismo material.
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Canciones infantiles,
Enrique y Ana,
España
25 de julio de 2013
Esa llamada
La tarde tomaba matices anaranjados, rosados, violetas, que entraban por la ventana y se reflejaban en el rostro de Fernando. La altitud de la ciudad y el viento frío que recorre las calles los primeros meses del año pusieron la temperatura en 18°C. Dentro del café el ambiente (23 ° C) invitaba a quedarse. Una música suave (baladas en inglés y español) se escuchaba a través de los cuatro altavoces distribuidos por el lugar.
-¡Aún no lo entiendo, te lo juro que no lo entiendo! ¡Me habló a la casa sólo para decirme eso! -decía dolorosamente Fernando, mientras movía la cabeza de un lado al otro, sentado ante la mesita colocada al pie de la ventana del Café Capri, frente a Juan, su compañero de universidad y amigo de la infancia, sujetando la taza del café con las dos manos, como queriendo evitar que se le escapara como se le escapó Ximena, al otro lado del teléfono, una semana atrás.
-¡Aún no lo entiendo, te lo juro que no lo entiendo! ¡Me habló a la casa sólo para decirme eso! -decía dolorosamente Fernando, mientras movía la cabeza de un lado al otro, sentado ante la mesita colocada al pie de la ventana del Café Capri, frente a Juan, su compañero de universidad y amigo de la infancia, sujetando la taza del café con las dos manos, como queriendo evitar que se le escapara como se le escapó Ximena, al otro lado del teléfono, una semana atrás.
9 de julio de 2013
I teach you spanish
Una vez en la vida, todos llegamos a ser maestros de alguien. Las más de las veces sin siquiera proponérnoslo, al menos inicialmente. Sucede así, nada más, espontáneamente. Yo, por una noche, fui profesor de español en Washington DC.
A las cuatro de la tarde de un frío sábado de noviembre de 2004 estaba en la pequeña salita que hacía las veces de estudio en casa de la tía Iris, en Springfield, Virginia, al sur oeste de Washington DC, sentado frente a mi computadora portátil, revisando el correo electrónico, esperanzado en encontrar un nuevo mensaje que me diera algún dato de última hora acerca de la conferencia sobre discapacidad a la que asistiría la semana siguiente, en la sede del Banco Mundial, razón por la que me encontraba, esos días, en Estados Unidos.
A las cuatro de la tarde de un frío sábado de noviembre de 2004 estaba en la pequeña salita que hacía las veces de estudio en casa de la tía Iris, en Springfield, Virginia, al sur oeste de Washington DC, sentado frente a mi computadora portátil, revisando el correo electrónico, esperanzado en encontrar un nuevo mensaje que me diera algún dato de última hora acerca de la conferencia sobre discapacidad a la que asistiría la semana siguiente, en la sede del Banco Mundial, razón por la que me encontraba, esos días, en Estados Unidos.
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Carlos Vives,
Colombia,
Vallenato
13 de junio de 2013
Desde "En el 2000" hasta hoy
Dispuesto a darle batalla al aburrimiento me senté frente al equipo de sonido que tenía en mi habitación. Presioné el botón de encendido y la pequeña pantalla de puntos blancos y rojos me saludó al tiempo que el sonido de una canción de ánimo fiestero, medio escandaloso, se dejó escuchar por las bocinas.
Mi ánimo inicial disparó los dedos hacia el botón que me llevó a la siguiente emisora, de un corte más tranquilo (baladas de los 70s y 80s en español), que tampoco entraban del todo en mi ansioso deseo por escuchar algo fresco, más entretenido.
Una nueva emisora reproducía canciones de corte juvenil, algo más apropiado para escuchar una mañana de sábado en la que, no teniendo mejor cosa que hacer, ni ánimo para inventar, me encontraba solo en casa, preso de mi mismo, cambiando una tras otra las emisoras en el dial.
Mi ánimo inicial disparó los dedos hacia el botón que me llevó a la siguiente emisora, de un corte más tranquilo (baladas de los 70s y 80s en español), que tampoco entraban del todo en mi ansioso deseo por escuchar algo fresco, más entretenido.
Una nueva emisora reproducía canciones de corte juvenil, algo más apropiado para escuchar una mañana de sábado en la que, no teniendo mejor cosa que hacer, ni ánimo para inventar, me encontraba solo en casa, preso de mi mismo, cambiando una tras otra las emisoras en el dial.
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México,
Natalia Lafourcade,
Pop Rock
22 de mayo de 2013
Un amigo en común
Adriana me dijo: “Si lo quieres yo te lo regalo”. La ilusión se dibujó en mi rostro y, luego de pensarlo por un instante, acepté la propuesta. Salimos del Salón Obelisco de la Feria del Libro de Chacao, en Caracas, y nos dirigimos al stand de Editorial ALFA. Yo quise tenerlo desde que lo vi unos días antes, cuando hicimos un somero recorrido por la mayoría de stands de la feria y lo descubrí gracias a un poster que mostraba la carátula del libro: una fotografía a blanco y negro, en la que aparece sentado, con su guitarra y, sobre ésta, una franja roja en la parte superior donde podía leerse:
Facundo CabralLuego de pagar el importe tomé el libro entre mis manos y me dirigí al pequeño espacio habilitado para la firma de autógrafos de los autores. Percy estaba de espaldas a mí, por eso no me vio llegar. Se colocaba la chaqueta en actitud de retirarse del lugar. Advirtiendo su intensión, le hablé, le pregunté si podía firmar mi libro antes de marcharse.
Crónica de sus últimos días
Percy LLanos y Gabriela Llanos
24 de abril de 2013
Un Callejero
Llegó sin decir nada, sin pedir nada. Sin ropa, sin casa, con todo el hambre del mundo adherido a su esqueleto. Nadie le habló, nadie le preguntó nada, nadie quiso en un principio ofrecerle nada, pero él igual se quedó a vivir entre nosotros.
Tendría talvez cinco años..., no lo sé..., nunca lo sabré..., no es fácil saberlo. En sus ojos se advertía el paso de un mundo ingrato al que le tocó venir por la triste suerte de ser un callejero, la única herencia que recibió de sus padres.
Al ver su aspecto ruinoso, de vagabundo, todos lo veíamos con recelo, con temor, con angustia. “Hay que tener cuidado al pasarle cerca, no vaya a ser que un día de estos nos quiera hacer algo. Mire nada más cómo nos gruñe de lejos”, decían los vecinos cuando, cruzándose por la calle, luego de saludarse, lo veían de reojo.
Tendría talvez cinco años..., no lo sé..., nunca lo sabré..., no es fácil saberlo. En sus ojos se advertía el paso de un mundo ingrato al que le tocó venir por la triste suerte de ser un callejero, la única herencia que recibió de sus padres.
Al ver su aspecto ruinoso, de vagabundo, todos lo veíamos con recelo, con temor, con angustia. “Hay que tener cuidado al pasarle cerca, no vaya a ser que un día de estos nos quiera hacer algo. Mire nada más cómo nos gruñe de lejos”, decían los vecinos cuando, cruzándose por la calle, luego de saludarse, lo veían de reojo.
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Alberto Cortez,
Argentina,
Trova
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