21 de abril de 2012

Vestida de novia

Julieta Venegas vestida de novia
Al alzar la vista, luego de beber el último sorbo de mi copa, la descubrí. Por alguna extraña razón ella estaba sentada sobre la barra del bar, como si fuera la reina del lugar, y talvez por una broma del destino lo era, al menos para mí. Tenía un vestido blanco, de novia, veía a todas partes y con mirada azucarada intentaba seducir a los que por ahí pasaban, les hablaba de manera acompasada, rítmica, como si cantara, y talvez lo hacía porque los que la veían le hablaban de la misma manera.

Contra mi deseo, no pude levantarme de la silla. Su sonrisa, su cabello, su piel, todo su cuerpo y todo su espacio me petrificaron, no podía moverme, sólo podía verla, quería hablarle como los demás, quería musitarle lo que sentía, pero no logré moverme, y cuando intenté hablarle mi voz no salió.

6 de abril de 2012

A la Reina de la Alegría

No puedo recordar con exactitud la forma en la que nos conocimos. Yo era un recién llegado, ella tenía ya varios años de tránsito por el lugar y reía con deliciosa alegría que contagiaba a todo el que estuviera cerca, como invitándonos al supremo gozo de la felicidad.

Sospecho que me tomó entre sus brazos y me dijo algo al oído, muy bajo para que quedara entre los dos, y sé que pudo haber sido así porque hoy, casi treinta y siete años después, en mi oído sigue resonando su voz como una especie de risueño consejero, más allá de los muchos kilómetros de distancia, e incluso, de la eternidad por la que ahora transita triunfante de haber cumplido su misión por este mundo, regalar alegría a todos a su alrededor, como se lo dictó el Dios de las alturas allá en los principios de la vida.

Mi Tía Cristy fue, ha sido y será una de las segundas madres para mí y para mi hermano. Le enseñó a mi hermano a cantar, a moverse como osito bailarín, a escuchar música suave sentados sobre sus piernas y a no estrellar contra el piso los huevos para el desayuno del siguiente día. A mí me enseñó los colores a pesar de su casi total cequera, a cantar las canciones de Cri Cri, que me gustaban tanto y a ella también, a escuchar a Verdi y disfrutar la magnificencia de los valses de Strauss, y me hizo entender, a los dos años, que bañarme en un Kilo de harina, sobre la mesa del comedor, no me haría más blanco.