A finales del año 1983 mi casa estaba invadida por una ráfaga de aires nostálgicos, melancólicos, románticos, de esperanza, de libertad que podían ponerle la piel de gallina a cualquiera, inclusive a los hombres de corazón de piedra.
En la radio se escuchaban canciones que invitaban a pensar en jardines, arco-iris, princesas vestidas de tul, juguetes multicolores, en el amor en todas sus formas, y, a veces, en alguno que otro hombre gris y taciturno.
Con tan solo ocho años no me resultaba fácil apreciar tantos matices, tantas formas diversas, y sin embargo comprendía las tonalidades primarias y jugaba a descomponerlas tratando así de simular lo que percibía a mi alrededor.