Desde la vista que ofrecía la puerta con barrotes de la prisión podía observarse el entorno circundante: una pequeña escalinata que desembocaba en una calle un tanto ancha, un pequeño puesto de frutas atendidas por un hombre de sombrero de paja que no dejaba de tararear para sí la misma tonada, y frente a esto una plaza de proporciones medianas, despejada, vacía.
Un hombre alto de tez morena clara se detuvo en el centro de la plaza y comenzó a pregonar que volaría, que lo haría ese día. Los que por ahí pasaban lo veían y le decían que semejante cosa era imposible, «las águilas, los colibríes, las gaviotas pueden volar, ¡pero los hombres no!». El hombre continuaba diciendo que volaría y un grupo de gente se reunió a su alrededor. El hombre extendió sus brazos como alas y se elevó ante la mirada atónita de los demás. No podía ser posible, era inaudito.