Todos tenemos un alma gemela, y no nos importa de donde venga: si llegó antes o después que nosotros a esta vida, si es grande o pequeña, si comparte o no nuestros sueños, lo único que nos importa es que está ahí, a nuestro lado, y que el día que su existencia tome el tren de la eternidad una mitad de nosotros mismos se irá con ella.
Aunque él nació en 1973 y yo dos años más tarde ¡quién podría decir que no nos conocíamos de siempre, desde el principio de los tiempos? Cuando niños jugábamos a reinventar el mundo. Él, un excéntrico hombre de negocios, dueño de su propio zoológico; yo, su mejor amigo y a la vez el cuidador de sus mascotas . Él, una estrella de Rock; yo, su manager, músico o fan. Él, un gran astronauta; yo, su compañero de aventuras o la nave espacial (ya no recuerdo cual de los dos).
Para mí él siempre fue una especie de maestro que me enseñaba de todo en los primeros años de la vida, como las coreografías de las canciones de Los Chicos de Puerto Rico, los personajes de las series de televisión o a imitar a los luchadores de la WWF. Para él yo fui ese ser un tanto más pequeño al que debió proteger en alguna ocasión, y del que debió cuidarse en otra, inclusive fui el objeto de sus experimentos de resistencia física o mental, que terminó un poco más loco que él mismo.