Como quien dobla la esquina y se olvida de lo que quedó atrás, te diste la vuelta y con paso resuelto caminaste hasta llegar a la puerta del autobús; subiste los escalones y te perdiste entre los pasajeros que parecían observarnos desde las ventanillas. El piloto encendió el motor y se puso en marcha. No hubo una mano moviéndose en señal de despedida. No hubo un rostro sonriente, ni siquiera uno triste, tras ninguna ventanilla. No hubo nada.
Yo también me di la vuelta y me fui. Caminé hasta llegar a la otra parada de autobuses y esperé a que apareciera uno que me alejase pronto de aquel lugar. Yo también quería perderme entre los pasajeros y no asomarme a la ventanilla para despedirme. Sería mejor así. Pero... la última esperanza me traicionó y luego de acomodarme en el asiento giré la cabeza a la derecha, esperando verte tras la ventanilla de tu autobús, sonriente, agitando la mano, pero no estabas, ni la ventanilla, ni los pasajeros, ni siquiera el autobús.
El trayecto de vuelta a casa se me hizo eterno. En cada calle, en cada esquina, en cada almacén te veía desdibujada, mimetizada y transparente. Todo lugar hacia donde quiera que fijara la vista por un instante tenía tu figura impregnada. Creí volverme loco cuando desde lo alto de una enorme valla publicitaria tu fantasma me sonrió pícaramente, a la vez que con una mano sostenía un lápiz labial, que teñía tus labios de un rojo sangre. En ese instante cerré fuertemente los ojos para no verte más.
El ayudante del piloto anunció: “El Guarda, señores; los que se quedan en El Guarda vayan saliendo”, y abrí los ojos; ese anuncio me indicó que apenas estaba a la mitad de mi trayecto. Me puse de pie y caminé hasta la puerta, descendí y me dirigí hasta la pasarela que me llevaría al otro lado de la avenida Bolívar para allí abordar otro autobús, el de la ruta 70 hacia la 1º de Julio.
La calzada San Juan guardaba también una enorme cantidad de lugares, espacios y rincones desde donde tu fantasma se asomaba para espiarme. Cuando el autobús se detuvo frente a Peri-Roosevelt, tu fantasma, jugueteando, devoraba con avidez un helado que parecía reintegrarse cada vez que estaba por acabarlo. Y volví a cerrar los ojos, pero en esa ocasión ni siquiera así pude librarme de verte, te me habías colado hasta las retinas. Me froté los ojos para intentar borrar tu imagen y por un instante pareció surtir efecto, pero luego de uno o dos minutos continuaste apareciendo en todas partes.
No fue sino cuando el autobús giró a la derecha para enfilar por la séptima avenida de La Florida, donde el alumbrado público era escaso y más tenue, que me pareció que tu fantasma había dejado de seguirme. Al llegar a casa descubrí con asombro que también ahí me aguardaba sentado en el sofá, en las carátulas de los discos, en mi almohada y hasta en el brillante vino tinto de la cara frontal de mi guitarra.
Nunca una invasión como aquella me había hecho sentir tan solo. Intenté distraerme viendo la televisión, pero tu fantasma se las arreglaba para mimetizarse, una y otra vez, para entrar perfectamente en cada imagen. Luego de luchar por una hora me rendí, apagué el televisor y subí a mi habitación. El cansancio cayó sobre mí como una pesada plancha de concreto. Me dormí casi instantáneamente. No recuerdo si tu fantasma se coló entre mis sueños; como bien sabes, casi nunca logro recordarlos.
La mañana siguiente me encontró dormido hasta las diez. Al despertar, advertí con asombro que tu fantasma no estaba, y me sentí aliviado, liberado. ¡Pero qué lejos estaba de que eso fuera cierto! Al mediodía apareció sentado en una silla del comedor, desde donde se instaló a observarme. Si yo subía nuevamente a la habitación se recostaba en mi cama. Si salía al patio jugaba a correr detrás de las hojas muertas que el aire levantaba.
Los días siguientes apareció intermitentemente en mi trabajo, en el medio de un corro de amigos, en las iglesias, en los parques, en una heladería y hasta en algunas canciones. Más de una noche, en mi habitación, me descubrí persiguiéndolo para estrangularlo o abofetearlo, pero cuando estaba a punto de sujetarlo se desvanecía como el humo.
Varias semanas más tarde, ya un poco cansado de sus constantes apariciones, decidí exorcizarme de su presencia y tomé un cassette, lo puse en el equipo de sonido, apreté play y tomé la guitarra. Canté, con rabia, una, dos, cinco, nueve canciones, de las que tanto nos identificaban, pero tu fantasma seguía ahí, inmutable. Creí por un instante que había perdido la batalla así que detuve la reproducción y cambié de cassette y de estrategia; esa vez decidí entregarme por completo.
El cartoncito que envolvía el cassete dentro de la cajita plástica decía Silvio Rodríguez, no presté atención al nombre de las canciones. Volví a oprimir play y segundos después comenzaba a sonar, suave y delicadamente, una guitarra. Los primeros versos me parecieron una confesión, no de Silvio sino mía.
Me decido a tararearteTu fantasma comenzó a incomodarse, esa canción no le era familiar, pero entendía perfectamente que terminaría por tener que ver con él. Conforme la canción avanzaba, la incomodidad lo sacudía más y más. Hacia el final de la canción, Silvio a través de mí (o yo a través de Silvio) soltó la frase que estremeció hasta el pánico a tu fantasma:
todo lo que se te extraña
desde el siglo en que partiste
hasta el largo día de hoy.
Me acompaño de guitarra
porque yo no sé de cartas
y además ya tú conoces
que ella va a donde yo voy...
...Siempre termino en lo mismoNo te miento, pese al temor que le producía saber que estaba dispuesto a matarlo se asomaba de vez en cuando, como para saber si había bajado la guardia. Desde aquella tarde fue apareciendo cada vez menos, hasta que descubrió que su presencia ya no me perturbaba y decidió no volver a asecharme.
asesino tu fantasma...
Dos años más tarde, lo volví a ver, sentado frente a mí, cantaba la misma canción que un tiempo atrás lo atormentó. En su mirada, nuevamente pícara y risueña, pude saber que tú también estabas bien.
De Silvio qué te puedo contar. De vez en cuando ha vuelto a cantar Tu fantasma, y hasta se ríe un poco al recordar aquella batalla. Desde la carátula de su disco Tríptico tres, colocado en el estante superior del modular del televisor de la sala, de frente a la entrada de mi casa, vigila y observa a cada uno de los que entran por la puerta, siempre listo, por si tu fantasma o algún otro osa colarse malintencionadamente.
Tríptico es un disco del que nunca te hablé ¿verdad? Es un álbum compuesto, como su nombre lo dice, de tres discos (Tríptico uno, dos y tres) que fueron lanzados por separado, aunque todos en 1984. Contiene nueve canciones entre las que se destacan: Me acosa el carapálida, Qué signo lleva el amor, La gota de rocío y Tu fantasma.
¿Te parece si, ahora que somos buenos amigos, nos sentamos en la barra de algún modesto pero acogedor bar y escuchamos Tu fantasma, para convocar como otras veces a Silvio, y entre los tres disfrutamos de un refrescante sauvignon blanc, y cantamos y nos reímos de todo aquello?
Guauuu tienes toda la razón, hoy estaba en la oficina un tanto desocupada y no sabia que hacer y observando tu blog me encontre con tu artículo q hasta hoy, osea casi un año despues, lo leí y como que algo me decia que era conmigo la cosa. Saludos
ResponderEliminarHola Nancy. Ya veo que te está gustando mucho el blog, espero sigas disfrutando de él. Saludos.
EliminarAdmiro tus habilidades y destrezas, sigue adelante, haces que uno viva solo con leer las situaciones que relatas. Te aprecio mucho.
ResponderEliminarGracias por tu comentario y por animarme a seguir escribiendo. Espero que las próximas publicaciones también sean de tu agrado. Saludos.
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