Aquella mañana un cielo nublado saludó a la ciudad con ese reflejo opaco y grisáceo propio de los días en los que nada puede salir bien, pero que de igual manera suceden. Yo, por alguna extraña razón, me sentía con ánimos de todo, sentía que aquél podría ser un buen día, pese a tener que ir al colegio.
A las diez de la mañana el timbre que anunciaba la hora del recreo sonó y todos los estudiantes salimos en estampida de los salones de clases a una mañana para entonces soleada. La hora había llegado; dos lentas y desesperantes horas habían pasado entre operaciones fraccionarias, la vida del gran explorador Marco Polo y los objetos directos e indirectos, el circunstancial y alguna otra cosa horrorosa de esas que componen una oración.