Una mañana de domingo, sentado en el sofá de la sala frente al televisor, interesado en conocer los video clips de las canciones del momento, mi atención se fijó sobre la pantalla cuando una imagen, a blanco y negro, me mostró el corredor de un colegio de secundaria, en el que aparecen varios estudiantes uniformados: algunos conversan en pequeños grupos, otros simplemente transitan hacia otras partes y uno de ellos, sentado al pie de una escalera que da a un segundo piso, sigue con la mirada a una compañera de clases, por quien se siente atraído. Mi memoria se disparó, y volvió a mí el recuerdo de aquella bonita e inalcanzable colegiala, de los años de mi tímida adolescencia.
Alejandra descendía desde el segundo piso, por la escalera del patio trasero del colegio, a la hora del recreo, cuando, sin haberlo pretendido, mis ojos se fijaron en ella. Tendría... ¿quince..., dieciséis años? Era delgada, como de un metro sesenta, tenía el cabello liso y largo –a media espalda–, piel morena clara y un par de ojos negros cautivantes. Nos habíamos cruzado muchas veces por el pasillo, entre los salones de clases, pero nunca me había fijado en ella más que para decir un tímido “hola”, tan de cortesía entre adolescentes, o esquivarla y seguir mi camino.
Marco Antonio, mi inseparable compañero de clases, leyó mi mirada al instante y me dijo por lo bajo, con su habitual picardía: «¿Así que te gusta la Ale? ¡Eso no me lo habías contado!» «No..., no me gusta..., sólo que hoy me parece que se ve bien», respondí con cierto tono nervioso y un leve rubor que me delataba ante él.
«¡Sí, es cierto, hoy la falda le queda más corta y la blusa más apretadita!», dijo mi amigo con una risita y mirada de deseo que le hizo ganarse un codazo de mi parte. «Está bien, está bien, no vuelvo a decir nada de tu noviecita», exclamó, con una mezcla de dolor y burla en la voz.
Alejandra pasó a un metro de nosotros en dirección al patio principal; no advirtió que la seguíamos con la mirada. Ni siquiera volteó hacia donde estábamos, aun cuando, como dice la gente, las miradas se sienten, y siendo dos, debieron sentirse con mayor fuerza. Pero no se enteró nunca de que, cerca del salón de música, dos adolescentes (un tímido y un pícaro) la observaron hasta que desapareció entre el ir y venir de estudiantes de aquella tarde.
Las tardes del colegio comenzaron a pasar: yo intentaba disimular mi creciente interés por aquella bonita muchacha del salón vecino. Comencé a llegar más temprano que de costumbre para poder verla desde que ella llegaba, a eso de las doce treinta. Ella pasaba a mi lado y cruzábamos un hola, que fue haciéndose más habitual, día tras día. A la hora del recreo, subía al segundo piso para no perderla de vista mientras ella conversaba con sus amigas en el patio principal. Marco Antonio subía conmigo y me contaba sus avances con Ana Luisa, su conquista del momento, a lo que yo fingía prestar atención.
Una mañana llegué, cerca de las once, para presentarme a la audición para nuevos integrantes de la estudiantina del colegio. El sitio de espera para los aspirantes era el jardín de la Virgen, al que se llegaba, desde el patio trasero, por una puerta que solía estar cerrada. Entré y descubrí que ya estaban allí dos muchachos y tres muchachas, a quienes saludé con un gesto de la mano, y me senté sobre el bordillo de una jardinera lateral, a un par de metros de ellos.
El director de la estudiantina llegó al jardín con guitarra en mano y una hoja de papel en la que nos pidió anotásemos nuestros nombres, grado y sección a la que pertenecíamos. Fui el último en anotarse y ello me dio la oportunidad de leer el nombre anterior al mío, gracias a la buena caligrafía de quien lo había escrito: María Alejandra Fuentes Prado. Era su nombre, pero... ¿dónde estaba? Miré a mi alrededor con desesperación, pero no la encontré. Entonces... ¿por qué está aquí su nombre?... Una de sus amigas lo había anotado. Entregué la hoja al director y él comenzó a llamar a cada uno, según el orden de la lista, luego de darnos la bienvenida y haber explicado la dinámica de la prueba.
Alejandra llegó unos minutos después, cuando ya habían audicionado tres de los cinco aspirantes que me precedían. Llegó agitada, buscando con la mirada algún indicio que le dijera que las pruebas aún no habían terminado. Su rostro reflejó alivio cuando encontró a su amiga. Caminó hacia ella y entonces descubrió que yo estaba ahí. «¡Hola!», dijo mecánicamente y siguió con dirección hacia donde se encontraba su amiga. Aquella le repitió, casi al caletre, lo que el director había dicho, y luego se encerraron a conversar de sus tareas y sus cosas.
El director apareció de nuevo en el jardín y llamó a la siguiente en la lista. Alejandra y yo nos quedamos a solas. Ella comenzó a ver las flores del jardín a su alrededor, sin detenerse a observar ninguna en particular. «¿Tocas algún instrumento o sólo vienes a cantar?», me preguntó sin mucho interés, intentando romper el silencio que la incomodaba. «Toco un poco la guitarra», dije, con la mirada clavada en la estatua de la Virgen. «Yo sólo vengo por cantar». «Yo también canto, así que si no quedo por una quedo por la otra», respondí nerviosamente y entonces pensé: “¡qué bruto!, va a pensar que soy un arrogante”.
«María Alejandra...», llamó el director desde la entrada del jardín. «Hasta luego», dijo, caminando en dirección a la puerta. Desapareció. Unos minutos después fui llamado y presenté la prueba. Quedé citado para participar en los ensayos, que se realizaban dos veces por semana. Llegué a mi salón, esperando encontrarla en el pasillo, pero no estaba. No volví a verla, sino hasta la hora del recreo, en el patio del colegio, desde mi habitual atalaya.
Dos días más tarde llegué a mi primer ensayo y la encontré ahí, acompañada por su amiga, a quien yo suponía no agradarle. Me limité entonces a saludar de forma general a todos. Los nuevos integrantes fuimos presentados al resto de los miembros de la estudiantina y, sin más, comenzó el ensayo de aquel mediodía.
Así sucedieron la mayoría de ensayos durante los dos años que pertenecí a la estudiantina del colegio. Alguna vez, cuando la encontraba sola, me acercaba e intentaba conversar un poco. Ella sabía que me gustaba y, para darme celos o neutralizarme, me hablaba de su amor platónico, un fulano de un grado superior, que era el Comandante de la Banda Marcial del Colegio. Así pues, pasaba el rato sin atreverme siquiera a insinuarle mi gusto por ella, aunque cada vez me costaba más trabajo no abrazarla y plantarle un beso, o al menos tomarle una mano y decirle algo bonito.
Una tarde, cerca ya del fin de ciclo escolar, sabido de que al siguiente año no volvería a ese colegio, la desesperación me arrancó, en forma de carta, una confesión: mis ilusiones, mis sueños y desvelos por ella estaban allí, con una petición de noviazgo como posdata. Estaba decidido a entregársela al día siguiente. No se la di. La timidez me dejó paralizado cuando, al siguiente día, ella pasó frente a mí y me dijo: «Hola, ya supe que te cambiarás de colegio, nos vas a hacer falta en la estudiantina». Me sorprendió por completo. No supe responderle. Apenas moví la cabeza en señal de asentimiento.
Aquella mañana de domingo recordé a Alejandra como quien recuerda a un viejo amigo. No hubo tristeza, sino una dulce nostalgia, como la que me acompaña cada vez que aparecen en el televisor aquellas imágenes en blanco y negro, o vuelve a sonar, en la lista aleatoria de mi reproductor MP3, Café Tacvba, cantando Eres.
El 1 de julio de 2003, Universal Music México publica el álbum Cuatro caminos, quinto disco de estudio de la banda mexicana de rock alternativo Café Tacvba. A esta producción discográfica pertenecen las canciones: Cero y uno, Eo, Puntos cardinales y Eres, tercer sencillo promocional del álbum.
Eres, compuesta por Emanuel del Real (tecladista y guitarrista de la banda), fue la canción más exitosa de Cuatro caminos. Aunque apenas logró llegar a la posición 38 en el Latin Pop Songs de Billboard, en Estados Unidos, irónicamente, ganó el Premio Grammy Latino a la Mejor Canción Rock del Año en 2004. Su video clip obtuvo el premio al Mejor Video del Año en los MTV Music Awards Latinoamérica, también en 2004.
Un dato curioso sobre este disco es que Café Tacvba apuesta por un sonido más natural y abandona las cajas de ritmos, utilizando batería y percusiones reales, que le ofrecen al disco y a la banda un aire más íntimo y a la vez renovado.
Hoy me siento frente a esta computadora en la que escribo, y tecleo en el buscador de YouTube: Café Tacvba – Eres. Doy un clic sobre el video que busco: las imágenes me transportan al patio del colegio. El rostro de Alejandra me sonríe desde mis recuerdos de la adolescencia e intento nuevamente entregar en una carta mi confesión. Tal vez sólo sirva como consuelo de tontos, pero me gusta imaginar que esta nueva confesión sí llega a ella, no para conquistarla, sino para hacerle saber que, de vez en cuando, me gusta cruzarme con su mirada.
«¡Sí, es cierto, hoy la falda le queda más corta y la blusa más apretadita!», dijo mi amigo con una risita y mirada de deseo que le hizo ganarse un codazo de mi parte. «Está bien, está bien, no vuelvo a decir nada de tu noviecita», exclamó, con una mezcla de dolor y burla en la voz.
Alejandra pasó a un metro de nosotros en dirección al patio principal; no advirtió que la seguíamos con la mirada. Ni siquiera volteó hacia donde estábamos, aun cuando, como dice la gente, las miradas se sienten, y siendo dos, debieron sentirse con mayor fuerza. Pero no se enteró nunca de que, cerca del salón de música, dos adolescentes (un tímido y un pícaro) la observaron hasta que desapareció entre el ir y venir de estudiantes de aquella tarde.
Las tardes del colegio comenzaron a pasar: yo intentaba disimular mi creciente interés por aquella bonita muchacha del salón vecino. Comencé a llegar más temprano que de costumbre para poder verla desde que ella llegaba, a eso de las doce treinta. Ella pasaba a mi lado y cruzábamos un hola, que fue haciéndose más habitual, día tras día. A la hora del recreo, subía al segundo piso para no perderla de vista mientras ella conversaba con sus amigas en el patio principal. Marco Antonio subía conmigo y me contaba sus avances con Ana Luisa, su conquista del momento, a lo que yo fingía prestar atención.
Una mañana llegué, cerca de las once, para presentarme a la audición para nuevos integrantes de la estudiantina del colegio. El sitio de espera para los aspirantes era el jardín de la Virgen, al que se llegaba, desde el patio trasero, por una puerta que solía estar cerrada. Entré y descubrí que ya estaban allí dos muchachos y tres muchachas, a quienes saludé con un gesto de la mano, y me senté sobre el bordillo de una jardinera lateral, a un par de metros de ellos.
El director de la estudiantina llegó al jardín con guitarra en mano y una hoja de papel en la que nos pidió anotásemos nuestros nombres, grado y sección a la que pertenecíamos. Fui el último en anotarse y ello me dio la oportunidad de leer el nombre anterior al mío, gracias a la buena caligrafía de quien lo había escrito: María Alejandra Fuentes Prado. Era su nombre, pero... ¿dónde estaba? Miré a mi alrededor con desesperación, pero no la encontré. Entonces... ¿por qué está aquí su nombre?... Una de sus amigas lo había anotado. Entregué la hoja al director y él comenzó a llamar a cada uno, según el orden de la lista, luego de darnos la bienvenida y haber explicado la dinámica de la prueba.
Alejandra llegó unos minutos después, cuando ya habían audicionado tres de los cinco aspirantes que me precedían. Llegó agitada, buscando con la mirada algún indicio que le dijera que las pruebas aún no habían terminado. Su rostro reflejó alivio cuando encontró a su amiga. Caminó hacia ella y entonces descubrió que yo estaba ahí. «¡Hola!», dijo mecánicamente y siguió con dirección hacia donde se encontraba su amiga. Aquella le repitió, casi al caletre, lo que el director había dicho, y luego se encerraron a conversar de sus tareas y sus cosas.
El director apareció de nuevo en el jardín y llamó a la siguiente en la lista. Alejandra y yo nos quedamos a solas. Ella comenzó a ver las flores del jardín a su alrededor, sin detenerse a observar ninguna en particular. «¿Tocas algún instrumento o sólo vienes a cantar?», me preguntó sin mucho interés, intentando romper el silencio que la incomodaba. «Toco un poco la guitarra», dije, con la mirada clavada en la estatua de la Virgen. «Yo sólo vengo por cantar». «Yo también canto, así que si no quedo por una quedo por la otra», respondí nerviosamente y entonces pensé: “¡qué bruto!, va a pensar que soy un arrogante”.
«María Alejandra...», llamó el director desde la entrada del jardín. «Hasta luego», dijo, caminando en dirección a la puerta. Desapareció. Unos minutos después fui llamado y presenté la prueba. Quedé citado para participar en los ensayos, que se realizaban dos veces por semana. Llegué a mi salón, esperando encontrarla en el pasillo, pero no estaba. No volví a verla, sino hasta la hora del recreo, en el patio del colegio, desde mi habitual atalaya.
Dos días más tarde llegué a mi primer ensayo y la encontré ahí, acompañada por su amiga, a quien yo suponía no agradarle. Me limité entonces a saludar de forma general a todos. Los nuevos integrantes fuimos presentados al resto de los miembros de la estudiantina y, sin más, comenzó el ensayo de aquel mediodía.
Así sucedieron la mayoría de ensayos durante los dos años que pertenecí a la estudiantina del colegio. Alguna vez, cuando la encontraba sola, me acercaba e intentaba conversar un poco. Ella sabía que me gustaba y, para darme celos o neutralizarme, me hablaba de su amor platónico, un fulano de un grado superior, que era el Comandante de la Banda Marcial del Colegio. Así pues, pasaba el rato sin atreverme siquiera a insinuarle mi gusto por ella, aunque cada vez me costaba más trabajo no abrazarla y plantarle un beso, o al menos tomarle una mano y decirle algo bonito.
Una tarde, cerca ya del fin de ciclo escolar, sabido de que al siguiente año no volvería a ese colegio, la desesperación me arrancó, en forma de carta, una confesión: mis ilusiones, mis sueños y desvelos por ella estaban allí, con una petición de noviazgo como posdata. Estaba decidido a entregársela al día siguiente. No se la di. La timidez me dejó paralizado cuando, al siguiente día, ella pasó frente a mí y me dijo: «Hola, ya supe que te cambiarás de colegio, nos vas a hacer falta en la estudiantina». Me sorprendió por completo. No supe responderle. Apenas moví la cabeza en señal de asentimiento.
Aquella mañana de domingo recordé a Alejandra como quien recuerda a un viejo amigo. No hubo tristeza, sino una dulce nostalgia, como la que me acompaña cada vez que aparecen en el televisor aquellas imágenes en blanco y negro, o vuelve a sonar, en la lista aleatoria de mi reproductor MP3, Café Tacvba, cantando Eres.
* * *
El 1 de julio de 2003, Universal Music México publica el álbum Cuatro caminos, quinto disco de estudio de la banda mexicana de rock alternativo Café Tacvba. A esta producción discográfica pertenecen las canciones: Cero y uno, Eo, Puntos cardinales y Eres, tercer sencillo promocional del álbum.
Eres, compuesta por Emanuel del Real (tecladista y guitarrista de la banda), fue la canción más exitosa de Cuatro caminos. Aunque apenas logró llegar a la posición 38 en el Latin Pop Songs de Billboard, en Estados Unidos, irónicamente, ganó el Premio Grammy Latino a la Mejor Canción Rock del Año en 2004. Su video clip obtuvo el premio al Mejor Video del Año en los MTV Music Awards Latinoamérica, también en 2004.
Un dato curioso sobre este disco es que Café Tacvba apuesta por un sonido más natural y abandona las cajas de ritmos, utilizando batería y percusiones reales, que le ofrecen al disco y a la banda un aire más íntimo y a la vez renovado.
* * *
Hoy me siento frente a esta computadora en la que escribo, y tecleo en el buscador de YouTube: Café Tacvba – Eres. Doy un clic sobre el video que busco: las imágenes me transportan al patio del colegio. El rostro de Alejandra me sonríe desde mis recuerdos de la adolescencia e intento nuevamente entregar en una carta mi confesión. Tal vez sólo sirva como consuelo de tontos, pero me gusta imaginar que esta nueva confesión sí llega a ella, no para conquistarla, sino para hacerle saber que, de vez en cuando, me gusta cruzarme con su mirada.
Bonito cuento: romántico, cercano y bien escrito. Muy buena la idea de "amarrar" el relato a una canción. Felicidades.
ResponderEliminar💞
ResponderEliminarQue emotivo y lindo recuerdo a mi me paso lo mismo creo que es universal el amor de adolecente con todo lo conlleva la timidez de esos tiempos que hermoso
ResponderEliminar